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En el primer
acto, Carla, la Gitana (interpretada por la estrella de Warhol, Mario Montez)
encuentra un bebé abandonado en la cima de una montaña y,
mientras admira en un impecable acento portorriqueño su gran pinga,
manos misteriosas aparecen por arriba del decorado con cajas del jabón
en escamas Ivory Flakes el cual, desparramado sobre la escena, simula la
caída de la nieve. Más adelante en la obra, luego ya de haber
conocido al Barón Burbujas en la Bañadera, a San Repugnante,
a San Frígido, al Angel Gaybriel, al Demonio, al Papa, al Jorobado
Retardado Maniático del Sexo (el bebé muchos años después),
a la Mujer Tortuga, a los Santos, los Monjes y las Putas, durante una tormenta
nocturna en medio del mar, emergen de las bambalinas brazos misteriosos
que lanzan a escena baldazos de agua para simular las olas gigantescas que
arrasan la cubierta. Y luego de hundirse la embarcación, cae una
cortina hecha de un gran pliego de polietileno que borrosamente cubre todo
el escenario y señala el comienzo de un ballet acuático en
el que fornidos bailarines, calzados en zapatillas de punta y luciendo tutús
y diademas, interpretan una escena alucinante de El Lago de los Cisnes sobre
un tablado que, luego del jabón y del agua, se ha vuelto sumamente
resbaloso.
Pero estos anárquicos detalles escenográficos son en realidad
secundarios. La obra, desde su principio, se despliega como una revelación
espectacular y extraordinaria. Compuesta de frases de desconcertantes orígenes
literarios, calculadas citas del teatro isabelino, Pirandello, Joyce, el
cine clásico de Hollywood, chismes personales, bromas que sólo
ciertos miembros de la audiencia podían comprender, estructurada
como una obra épica e interpretada con una languidez cómica
que nos hacía olvidar el tiempo y el espacio, Turds In Hell se asemeja
a un turbulento sueño bajo la influencia de una droga probablemente
inventada secretamente por Jorge Luis Borges y Raymond Roussel.
Al finalizar la función fuimos a los camarines a saludar a los actores
y es esa noche cuando comienza mi amistad con Ludlam y con los componentes
centrales de su compañía. Si bien esta amistad se prolonga
más allá de la muerte prematura de Charles en 1987 a los 44
años, mi oportunidad de iluminar, actuar, filmar y fotografiar la
obra del Teatro del Ridículo se extiende sólo hasta el final
de lo que Ludlam mismo calificaría más tarde como el primero
de los tres períodos de su carrera, a los que consideraba por separado
como si cada uno fuera una profesión distinta. Las fotografías
incluídas en la exhibición en el Museo de Arte Moderno de
Buenos Aires (MAMBA) pertenecen a ese primer período compuesto por
aproximadamente siete obras teatrales realizadas entre 1968 y 1975. |
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